

Guille
Zarandieta
Una noche, cuando Iván ya marchaba rumbo a su cuarto para ver Lucha sin fin, su tía le cerró el camino:
--Iván, tenemos que hablar.
Iván temió que hubiera descubierto el televisor. Pero era algo peor.
--Durante los últimos meses tus estudios fueron desastrosos. Por eso estuve pensando en cambiarte al colegio Possum, el más prestigioso de nuestro barrio. Tu madre y yo estudiamos allí.
Y a continuación contó con una serie de anécdotas a las que les faltaba el final. Iván no sabía si lo que fallaba era la memoria de su tía, o si realmente las cosas ocurrían así en el colegio Possum.
Su tía aprovechó las vacaciones de invierno para comprarle el uniforme –pantalón gris, blazer y corbata azul- y los útiles que habría que necesitar. Cuando las vacaciones terminaron, lo llevó de la mano hasta el antiguo edificio, que estaba rodeado por un jardín un poco descuidado. El edifico tenía algo fuera de lo común, e Iván tardo en darse cuenta de cuál era la rareza.
--El colegio está hundido en la tierra—dijo al oído a su tía.
--¿Ya lo notaste? Es una auténtica curiosidad arquitectónica. En sus comienzos el edificio tenía diez pisos. Debido al terreno pantanoso donde fue construido y también a causa del saber acumulado durante tantos años, se ha ido hundiendo de a poco. Como ves, ahora solo quedan seis pisos.
--¿Y no hay peligro de que se hunda del todo?
--Venecia se hunde desde hace siglos y todavía está allí – respondió Elena.
En la primera clase, el profesor de matemáticas pidió que el alumno nuevo levantara la mano. Iván había pensado mantener oculto el tatuaje tanto tiempo como fuera posible, para no llamar la atención.
Pero no había transcurrido diez minutos desde su llegada al colegio y allí estaba su brazo levantado, con su palma abierta, mostrando su secreto. Un susurro de admiración recorrió la sala.
Antes de que el profesor pudiera preguntarle a Iván por el tatuaje, un alumno alto y desgarbado señalo con odio la mano levantada.
--Es el tatuaje más falso que he visto en mi vida. Seguro que sale con un poco de jabón.
--Cállese señor Krebs- dijo el profesor.
--Además… ¿A quién se le ocurre tatuarse una pieza de rompecabezas? Águilas, espadas, calaveras: eso es lo que vale.
--Si sigue hablando tiene un uno, señor Krebs.
Cuando salieron al recreo, Krebs y sus amigos rodearon a Iván.
--¿De dónde sacaste eso? – pregunto Krebs mientras le abría la mano.
--Lo tengo desde hace años. Me lo hizo un tatuador chino.
--¿Dolió mucho?- preguntó Gayado, que siempre iba con Krebs a donde fuera.
--Perdí un cuarto litro de sangre.
Krebs nunca había conseguido un permiso para tatuarse, a pesar de que aquello era el sueño de su vida.
Ya había elegido que dibujo hacerse en cada centímetro de su cuerpo, incluido el cuero cabelludo. Lo único que podía mostrar ante sus compañeros era una cicatriz que tenía en su codo izquierdo, atribuida por la navaja de algún enemigo, y por el resto del mundo a una caída en la escalera de su casa. Frente al relato del tatuador chino, su herida había quedado reducida a nada.
Su lugarteniente, Gayado, al verlo tan apagado, intentó darle ánimo:
--No te preocupes, Krebs. Seguro que es un tatuaje falso. Mañana desaparece, y le vamos a pegar por habernos mentido. No puede competir con tu raspón.
--¿Mi “raspón”? Voy a enseñarte lo que es un raspón.
Y comenzó a patear las delgadas rodillas de Gayado.