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Producción Personal

 

   En este juego todo tenía que andar más rápido. Cuando el Número Uno decidió que había que liquidar a Romero y que el Número Tres, o sea yo, me tendría que encargar del trabajo, recibí la información pocos minutos más tarde.

 

Tranquilo pero sin perder un instante salí del café de Corrientes y Libertad y me metí en un taxi. Mientras me bañaba en mi departamento escuchando el noticiero, me acorde de que había visto por última vez a Romero en San Isidro, un día de mala suerte en las carreras. En ese entonces Romero era un tal Romero y yo era un tal Beltrán, buenos amigos antes de que la vida nos metiera por caminos tan distintos. Sonreí casi sin ganas, pensando en la cara que pondría Romero al encontrarme de nuevo, pero la cara de mi amigo no tenía ninguna importancia y en cambio tenía que pensar con calma la cuestión del café y del auto.

 

Era curioso que al Número Uno se le hubiera ocurrido hacer matar a Romero en el café de Cochabamba y Piedras, y a esa hora; quizá, si había que creer en ciertas informaciones, el Número Uno ya estaba un poco viejo; de todos modos la torpeza de la orden me daba una ventaja: podía sacar el auto del garaje, estacionarlo con el motor en marcha por el lado de Cochabamba, y quedarme esperando a que Romero llegara como siempre a encontrarse con los amigos a eso de las siete de la tarde. Si todo salía bien evitaría que Romero entrase en el café, y al mismo tiempo que los del café vieran o sospecharan su intervención. Era cosa de suerte y de cálculo, un simple gesto (que Romero no dejaría de ver, porque era un lince), y saber meterse en el tráfico y pegar la vuelta a toda máquina.

 

    Si los dos hacíamos las cosas como era debido —y yo estaba tan seguro de Romero como de mí mismo— todo quedaría despachado en un momento. Volví a sonreír pensando en la cara del Número Uno cuando más tarde, bastante más tarde, lo llamaría desde algún teléfono público para informarle de lo sucedido.

 

     Vistiéndome despacio, acabé el atado de cigarrillos y se me miré un momento al espejo. Después saqué otro atado del cajón, y antes de apagar las luces comprobé que todo estaba en orden. Los gallegos del garaje tenían el Ford como una seda. Bajé por Chacabuco, despacio, y a las siete menos diez  estacioné a unos metros de la puerta del café, después de dar dos vueltas a la manzana esperando que un camión de reparto le dejara el sitio.

 

Desde donde estaba era imposible que los del café me vieran. De cuando en cuando apretaba un poco el acelerador para mantener el motor caliente; no quería fumar, pero sentía la boca seca y me daba rabia.

A las siete menos cinco vi venir a Romero por la vereda de enfrente; lo reconocí en seguida por el chambergo gris y el saco cruzado. Con una ojeada a la vitrina del café, calculé lo que tardaría en cruzar la calle y llegar hasta ahí. Pero a Romero no podía pasarle nada a tanta distancia del café, era preferible que dejara que cruzara la calle y  que subiera a la vereda. Exactamente en ese momento, puse el coche en marcha y saqué el brazo por la ventanilla.

Tal como había previsto, Romero me vio y se detuvo sorprendido.

La primera bala le dio entre los ojos, después tiré al montón que se derrumbaba. El Ford salió en diagonal, adelantándose limpio a un tranvía, y di la vuelta por Tacuarí. Manejando sin apuro pensé que la última visión de Romero había sido de mí, de un tal Beltrán, un amigo del hipódromo en otros tiempos.

Al parecer eran producciones personales hechas a partir de otros libros, es decír que le había cambiado algunas partes a la historia.

Realmente no recuerdo bien el haberlo hecho ya que fue en el 2015 cuando creé este blog y hoy, el 1 de mayo del 2020 a las 2:28 am, vuelvo a entrar a esta página.

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